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San Martín y sus siete vidas

Foto del escritor: Roberto ArnaizRoberto Arnaiz

Esta no es la historia de próceres de mármol. Es la historia de un hombre que cayó siete veces, y las siete se levantó, como si la vida —o la Historia— no pudieran seguir sin él.


Dicen que hay hombres que viven una sola vez, y eso les basta. José de San Martín no fue uno de ellos. Parecía tener un pacto con la eternidad, o una cuenta pendiente con la muerte, que lo buscó con insistencia, con anotador en mano, y se fue cada vez con las manos vacías. Siete veces lo quiso. Siete veces se le escapó. Como si estuviera escrito en alguna parte que no podía morirse todavía.


La primera vez que intentó llevárselo fue cuando tenía apenas veinte años. Era teniente de los ejércitos reales de España, un muchacho americano con mirada de pólvora seca. Cabalgaba entre Valladolid y Salamanca cuando lo emboscaron cuatro forajidos. Cuatro. Qué empeño por arruinarle el futuro a un desconocido. Lo dejaron tirado al costado del camino, sangrando como un papel arrugado. Lo salvó el general Francisco Negrete, que justo pasaba —justo— y lo levantó del barro como quien encuentra una promesa a medio escribir. Lo cargó. Lo sostuvo. Y San Martín, sin saberlo, comenzaba su segunda vida.


Esa nueva vida lo llevó a Cádiz, en 1808, cuando España ardía como una carta en llamas. Los oficiales eran acusados de afrancesados con una facilidad espeluznante. Francisco María Solano, su compañero de uniforme, se escondió en un mueble. Un mueble. No sirvió: lo encontraron, lo acuchillaron y lo colgaron como a un Judas fuera de temporada. Ni siquiera eso respetaban. San Martín escapó de milagro, corriendo con la muerte pisándole los talones. Un monje capuchino lo metió en su convento. Al día siguiente, disfrazado de nadie, salió de la ciudad. Segunda muerte frustrada. Segunda resurrección.


Un mes después, en Arjonilla, volvió a caer. Lideraba una carga contra los franceses cuando su caballo —ese eterno personaje en su historia— se desplomó como si la tierra se lo tragara. San Martín cayó. Otra vez. Como siempre. Como si no pudiera ser de otro modo. Y las bayonetas enemigas, con filo de condena, ya se relamían el triunfo. Lo rescató Juan de Dios, un soldado que lo vio en el barro y se metió en medio del infierno a sacarlo. Tercera vida. Y van…


Y llegó San Lorenzo. 3 de febrero de 1813. El campo, el humo, el estruendo. Otra vez San Martín cae, aplastado por su caballo. Otra vez el enemigo encima, con los sables alzados. Y otra vez un Juan: Juan Bautista Cabral. Lo levanta. Lo arrastra. Lo salva. Y muere. No por gloria. Por deber. Por respeto. O tal vez por instinto. El comandante respira. Cuarta vida. Y la muerte, mascando rabia.


En Inglaterra, 1826, lo esperaba otra emboscada. Viajaba en galera, el camino mojado, la niebla espesa. El carruaje volcó como un dado cargado, y San Martín quedó atrapado entre maderas rotas, cristales filosos y huesos vencidos. Lo sacaron como a un náufrago terrestre, entre suspiros y lamentos. Pasó meses en cama, remendando huesos y recuerdos. Cuando volvió a caminar, la muerte tachó otro intento fallido en su libreta de derrotas.


La sexta, la más íntima, la más extraña, ocurrió en París, aunque el destino le había prometido Roma. Tenía 67 años y poca fe en su cuerpo. Decidió viajar. Lo acompañaban su mucamo… y Gervasio Antonio Posadas: nieto de un Director Supremo, sobrino de un viejo enemigo, y admirador tardío del Libertador. San Martín, sabiendo que la muerte podía volver a tocarle la puerta, le enseñó qué hacer si eso pasaba: remedios, dosis, instrucciones como recetas de resurrección. Incluso hablaron de bustos de Napoleón. Cosas de viaje.


Una noche de febrero de 1846, Posadas volvió tarde al hotel. Golpearon su puerta. El mucamo, serio, lacónico: “El señor general se ha muerto”. Posadas corrió, lo encontró inmóvil, pálido, como una estatua vencida. Abrió el botiquín, preparó las jeringas, las inyectó. Y San Martín volvió. Como si nada. Como si siempre. El mucamo, que nunca lo había visto muerto, lo vio volver de la penumbra. Sexta vida. Y la muerte, otra vez, con la hoja en blanco.

La séptima y última comenzó esa madrugada. Duró poco más de cuatro años. Hasta el sábado 17 de agosto de 1850, cuando finalmente, sin monjes ni caballos ni soldados ni jeringas, San Martín se rindió al silencio. Esta vez no hubo resistencia. Solo un suspiro final. Solo el fin.


Pero ni siquiera entonces pudieron matarlo del todo.


Porque hay hombres que no mueren. La muerte, resignada, guarda su nombre en una libreta distinta: la de los que nunca se fueron.




 
 
 

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