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San Martín, los originarios y la verdad que no te cuentan

Foto del escritor: Roberto ArnaizRoberto Arnaiz

Si uno se pone a escuchar con atención en los valles del sur mendocino, entre el viento zonda y el murmullo de los álamos, todavía se puede oír un rumor.


No son himnos ni clarines. Son las pisadas de los huarpes cargando mulas, el susurro de los pehuenches guiando columnas por senderos imposibles, el crujir de los telares y el tintinear de las ollas donde se cocinaba el sustento de una revolución.


Porque, digámoslo de una vez por todas: sin los pueblos originarios, el cruce de los Andes no hubiese sido más que una fantasía patriótica escrita desde un escritorio porteño, con tinta, uniforme y palabras huecas. La verdadera historia no la escribió el bronce; la escribieron las manos callosas, los pies agrietados y los que jamás tuvieron un monumento.


Corría el año 1814. San Martín, recién nombrado Gobernador Intendente de Cuyo por el Segundo Triunvirato, llegó a Mendoza con más ideas que recursos y un sueño más grande que la cordillera misma: liberar América. Pero antes de pensar en libertades, independencia o banderas flameando, había que resolver lo urgente: hambre, frío, escasez de mulas, falta de uniformes, falta de todo.


El Ejército de los Andes, que comenzó a tomar forma en 1815, era apenas una aspiración en medio del polvo. Hacían falta soldados, sí, pero también alimentos, caminos, abrigo, conocimiento del terreno. Y entonces, mientras algunos miraban hacia Buenos Aires esperando ayuda, San Martín miró a su alrededor. Y los vio a ellos. A los que estaban ahí desde antes que la palabra “Argentina” existiera.


No firmaban proclamas. No vestían uniforme. No marchaban en desfile. Pero estaban.


Los huarpes, habitantes originarios del Valle de Uco y del norte de Mendoza, no fueron espectadores: fueron protagonistas silenciosos. Cultivaban maíz, tejían mantas gruesas, fabricaban calzado. Integrados ya a muchas estancias mendocinas, respondieron al llamado de San Martín con trabajo. No levantaban banderas, pero tejían las mantas que cubrirían a los soldados en los pasos helados. No salían en las crónicas, pero sus manos estaban en cada costura.


En los documentos de la gobernación de Cuyo aparecen registros de sus aportes, de sus animales, de su trabajo. No figuran con nombre y apellido, claro. Apenas como “indios de tal estancia” o “mano de obra local”. Pero ahí están. Invisibles en los actos escolares, pero presentes en cada kilómetro de esa travesía imposible.


Más al sur, donde la montaña ruge distinto y la noche cae con más hielo que sombra, los pehuenches manejaban la cordillera como quien maneja el patio de su casa. San Martín lo sabía. No se le escapaba que esos pueblos no sólo conocían los pasos mejor que cualquier oficial, sino que tenían algo todavía más importante: vínculos. Sí, señor, vínculos. Con los realistas del otro lado. Con los comerciantes de Chile. Con familias, parientes, amigos, conocidos. ¿Y qué hizo San Martín? ¿Los rechazó? ¿Los acusó de traidores? Nada de eso. Los convocó.


En noviembre de 1816, mandó al teniente coronel Pedro Regalado de la Plaza a parlamentar con los caciques. Lo recibió Ñacuñán. También estaba Ranquileo. El general buscaba su neutralidad. Que no atacaran, que no espiaran. Y si además ofrecían guías y paso seguro, mejor.


Pero ahí no terminaba la jugada. Porque San Martín, que tenía la mirada de un general y la mente de un ajedrecista, sabía que esas palabras que compartía en el toldo no se quedarían ahí. Sabía que esos mismos pehuenches cruzarían la cordillera para intercambiar tabaco, yerba o lo que se pudiera, y que de paso —entre un mate y otro— dejarían caer la gran “noticia”: el ejército cruzaría por el paso del Planchón.


Mentira. Farsa. Estrategia.


El verdadero cruce se haría por el Paso de Los Patos y el de Uspallata, más al norte. Pero San Martín apostaba a que la trampa funcionaría. Y funcionó. Casimiro Marcó del Pont, el gobernador realista, tragó el anzuelo entero. Movilizó sus tropas hacia el sur, mientras el ejército argentino se deslizaba como sombra por el norte, entre peñascos, hielo y coraje.

Y cuando quisieron reaccionar, San Martín ya estaba en Chile, con la espada en alto y la mentira cumplida.


¿Y qué querés que te diga? Si esto no es inteligencia militar, entonces la historia es puro decorado.


Porque San Martín cruzó los Andes con soldados, sí. Pero también con frazadas tejidas por manos indígenas, mulas cargadas por campesinos, caminos marcados por hombres sin apellido… y mentiras bien contadas. Como si supiera que en la guerra, como en la vida, gana el que hace hablar al silencio.


Los datos son duros y concretos: más de 10.000 mulas, unas 1.600 cabalgaduras, cientos de kilos de pólvora, de alimentos, de armamento. El propio Fray Luis Beltrán dirigía talleres donde trabajaban huarpes, fabricando desde zapatos hasta cañones. Todo eso cruzó la cordillera entre enero y febrero de 1817, cuando hasta los más valientes pensaban que era una locura.


¿Y cómo lo hicieron? Como se hacen las cosas grandes: con fe, con coraje, con frío en los huesos y fuego en el alma.


Pero cuando llegó el momento de escribir los libros, hacer los cuadros y levantar los monumentos, la historia miró para otro lado. No hubo placa para los tejedores. No hubo estatuas para los guías indígenas. Nadie les preguntó qué recordaban del cruce, ni cómo sobrevivieron a la nieve. Se los barrió bajo la alfombra de la gloria.


Como si el barro que pisaron no fuera tan sagrado como la sangre derramada en Chacabuco. Como si la historia tuviera un reflector roto que solo alumbra a los que están en el centro del escenario, dejando a oscuras a los que armaron el decorado.


Y si uno pudiera viajar en el tiempo, en una noche de zonda, de esas que parecen rugir con los recuerdos, se escucharía un fogón encendido y tres sombras hablando.


—“Yo le mostré al blanco por dónde el río no arrastra a los hombres”, diría uno.—“Y yo, al del sable, lo vi con fiebre, delirando de puna… Le dimos chañar y lo salvamos”, murmura el otro.

—“Y yo fui el que llevó la mentira hasta Chile. Antes que cruzaran los soldados, cruzó mi palabra.”


Y nadie los escuchó.


San Martín los respetó, eso es cierto. Nunca los despojó, nunca los traicionó. Pero los gobiernos que vinieron después sí. Ellos escribieron la historia con tinta extranjera. Hicieron mapas, firmaron tratados, y cuando ya no sirvieron, empuñaron el Remington.


La Campaña del Desierto no fue la continuación del cruce de los Andes: fue su traición.


Por eso escribo esto. Para que no digan que nadie lo dijo. Para que el bronce no tape el barro. Para que la próxima vez que pases frente a una escuela con la estatua de San Martín montado en su caballo, te acuerdes de los que no tienen estatua. De los que murieron sin nombre, pero cargaron la patria en la espalda.


Porque la libertad no se hace con mármol. Se hace con callos, con barro, con astucia… y con un puñado de héroes que hablaban quechua, mapudungun o huarpe.


Y tal vez, solo tal vez, ya es hora de empezar a nombrarlos. En los actos. En las calles. En los libros.


Porque una patria sin memoria es como un ejército sin rumbo.




 
 
 

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