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Manuel Belgrano: El hombre que sembró libertad en las almas


No nació entre espadas ni tronos. Nació entre libros. Manuel Belgrano no fue moldeado para la guerra, sino para las ideas. No buscó la gloria, pero la gloria lo encontró escribiendo con la misma pasión con la que luego ordenaría cargar.


No fundó una bandera: fundó una esperanza. Soñó con una patria donde el aula valiera más que el cuartel, donde las armas fueran la última palabra y no la primera. Fue una llama viva en medio de la oscuridad colonial, un rebelde que empuñó el conocimiento como un arma de emancipación.


Economista brillante, periodista combativo, militar por necesidad y, sobre todo, sembrador de ideas. Un idealista que creyó que la patria debía construirse sobre libros, escuelas y dignidad para todos.


Nació en Buenos Aires el 3 de junio de 1770, y desde joven se destacó por su sed de conocimiento. Estudió en el Colegio San Carlos (hoy Colegio Nacional Buenos Aires) y, como la ciudad aún no contaba con universidad, sus padres lo enviaron a Europa, donde se formó en Salamanca, Valladolid y Oviedo.


Allí estudió leyes, economía política y abogacía, pero sobre todo, se empapó del espíritu de la Revolución Francesa. Leía a Rousseau, Voltaire y Montesquieu en sus idiomas originales. En plena censura española, se animó a escribirle al mismísimo Papa Pío VI pidiendo permiso para leer libros prohibidos, y lo consiguió.


Aquel joven Manuel ya entendía que sin ideas, no hay libertad. Su formación europea le dio herramientas para comprender que el atraso de América no era un designio divino, sino un proyecto político. Como él mismo afirmaba: "Sin educación no hay patria ni libertad duradera".


Volvió al Río de la Plata con una convicción: educar era liberar. Había visto en Europa cómo la ilustración había transformado naciones mediante el conocimiento, y entendió que el atraso de América solo podía combatirse desde las aulas.


Su contacto directo con universidades modernas, ideas liberales y sistemas educativos más avanzados le demostró que sin educación técnica, científica y humanista no había progreso posible. Por eso, apenas llegó, aplicó lo aprendido proponiendo escuelas de matemáticas, dibujo y náutica, convencido de que el saber debía estar al servicio del pueblo.


Desde su cargo en el Real Consulado de Buenos Aires impulsó estas escuelas. Quería que el pueblo aprendiera oficios, que pudiera trabajar, progresar y dejar de depender de los poderosos. Pero sus propuestas chocaron con la élite comerciante y terrateniente, que vivía del contrabando y la esclavitud.


A pesar de la oposición, Belgrano siguió escribiendo y pensando. Desde el Telégrafo Mercantil y luego el Correo de Comercio, propuso una economía basada en el trabajo y no en la especulación. Admiraba a Quesnay, defensor de la riqueza agrícola, y a Adam Smith, que veía en el trabajo humano la fuente del progreso.


Manuel creía que ambas visiones podían combinarse: el Virreinato tenía tierras fértiles y una población capaz. Solo faltaba organización, educación y justicia.


Pero los poderosos no querían cambios. La Corona cerró la Escuela de Dibujo en 1799 y prohibió que se usaran fondos públicos para fundar escuelas.


En Buenos Aires, que en 1810 tenía una población de aproximadamente 45.000 habitantes, apenas entre el 10% y el 15% de la población —es decir, entre 4.500 y 6.750 personas— sabía leer y escribir. La mayoría de los alfabetizados se concentraban en la ciudad, entre varones blancos, miembros del clero y comerciantes.


En cuanto a las instituciones educativas, funcionaban el Colegio Real de San Carlos (ubicado donde hoy se encuentra el Colegio Nacional Buenos Aires), destinado a varones de élite; el Colegio de Niñas de Santa Catalina (en el Convento homónimo, sobre la actual calle San Martín), que ofrecía formación religiosa y rudimentos de lectura para niñas de familias acomodadas; y la Casa de Niños Expósitos (en la Manzana de las Luces, intersección de Perú y Alsina), fundada en 1779 por el virrey Vértiz, que además de albergar a niños abandonados, brindaba educación básica y formación en oficios como la imprenta a los jóvenes acogidos.


Existían también algunas escuelas menores sostenidas por la Iglesia o por particulares. Sin embargo, el acceso a estas era limitado y casi inexistente para las clases bajas.


En las zonas rurales, el acceso a la educación era prácticamente inexistente. Allí, el analfabetismo superaba el 90%, y las escuelas eran un lujo reservado a muy pocos. En muchas estancias y pueblos del interior ni siquiera existía una institución escolar formal.


Las mujeres estaban virtualmente excluidas de toda formación sistemática, salvo contadas excepciones en conventos. Belgrano, sin embargo, sostenía que la educación debía alcanzar también a las mujeres, algo revolucionario para su tiempo.


Los esclavos negros trabajaban de barberos, zapateros, albañiles y pianistas, pero seguían siendo propiedad.


Belgrano denunciaba estas injusticias en sus Memorias del Consulado. Decía que los chicos se aburrían en escuelas que repetían sin enseñar, y proponía una educación gratuita, laica, estatal, para hombres y mujeres de todas las clases sociales. Como escribió con claridad: "La ignorancia es el sostén de los gobiernos despóticos".


Cuando llegaron las Invasiones Inglesas en 1806, Belgrano dejó el escritorio y se alistó como miliciano. Fue ascendido a Capitán y luchó en el Riachuelo. Se negó a jurar fidelidad al rey inglés. "O el viejo amo, o ninguno", dijo. Después, cruzó a Montevideo para preparar la reconquista.


En 1810, fundó el Correo de Comercio y, junto a Castelli, Saavedra y otros patriotas, forzó al virrey Cisneros a convocar el Cabildo Abierto. Cuando Cisneros quiso quedarse al frente de la Junta, Belgrano amenazó con arrojarlo por la ventana. No fue una frase simbólica: los testigos relatan que se lo dijo con la mirada fija y la mano apoyada sobre su espada. La Primera Junta se formó el 25 de mayo, y Belgrano fue nombrado vocal.


Fue enviado al Paraguay a extender la revolución. Allí redactó el primer proyecto constitucional del Río de la Plata, "El Reglamento para el régimen político y administrativo de los 30 pueblos de las misiones". Decretaba la igualdad entre criollos e indígenas, la pena de muerte para patrones que golpearan peones, protección de recursos naturales y un impuesto para financiar escuelas.


En Tacuarí, fue derrotado, pero dejó sembradas ideas de justicia.


En Rosario, en 1812, Belgrano creó la escarapela y la bandera. Estos símbolos patrios eran profundamente provocadores, porque implicaban una afirmación clara de identidad y soberanía en un momento en que las autoridades porteñas aún no se animaban a romper completamente con la monarquía española.


Además, Inglaterra, aliada de España contra Napoleón y principal compradora de productos del Río de la Plata, presionaba para evitar cualquier gesto que pudiera interpretarse como una declaración de independencia. Por eso, la bandera no era solo un paño de colores: era una declaración de principios en plena guerra de intereses.


A pesar de las órdenes de Rivadavia de ocultarla, la hizo jurar por sus tropas. La bandera, primero vertical y luego horizontal, era símbolo de independencia, algo que incomodaba profundamente a las autoridades porteñas.


Con un ejército pobre, sin sueldos ni armamento, organizó el Éxodo Jujeño. Ordenó quemar todo lo que pudiera servir al enemigo. Quien no obedeciera, sería fusilado.


Así, con 800 soldados y 12 mil civiles, avanzó hacia Tucumán. Allí desobedeció la orden de replegarse y venció el 24 de septiembre de 1812. Luego triunfó en Salta el 20 de febrero de 1813.


La Asamblea del Año XIII le otorgó 40 mil pesos oro como premio. Fue una suma considerable para la época, y Belgrano, en lugar de quedarse con un solo peso, la donó íntegramente para fundar escuelas.


Sin embargo, aquel dinero desapareció sin dejar rastro claro. Algunos historiadores sostienen que fue víctima de corrupción y desvío de fondos; otros culpan a la desidia burocrática y a la indiferencia de un Estado que siempre prometía más de lo que cumplía.


Las escuelas tardaron más de un siglo en levantarse, y esa demora se convirtió en otro agravio al legado de quien más había hecho por la educación en tiempos de revolución.


Belgrano estableció que todos los niños debían tener papel, pluma y tinta; que los maestros fueran bien pagos y elegidos por concurso; y que los alumnos no usaran ropas ostentosas. “El maestro es un padre de la Patria”, decía.


En 1813, fue derrotado en Vilcapugio y Ayohuma. Enfermo, entregó el mando a San Martín en Yatasto. Aquel encuentro fue más que un cambio de mando: fue el cruce simbólico entre dos patriotas que compartían un mismo sueño.


Luego fue enviado a Europa junto a Rivadavia para obtener el reconocimiento de la independencia. A su regreso, participó en el Congreso de Tucumán y propuso una monarquía incaica, como forma de reconciliar la independencia con una reparación histórica a los pueblos originarios. Para Belgrano, no había contradicción entre modernidad e identidad: creía que el autogobierno debía basarse tanto en la razón ilustrada como en el alma profunda de América.


Fue reivindicado como creador de la bandera. Pero lejos del poder, fue testigo de la decadencia. Buenos Aires privilegiaba el puerto y los negocios, ignorando el interior empobrecido por la guerra. Los caudillos federales, como Artigas, López y Ramírez, exigían una república más justa. El Directorio prefirió combatirlos.


En 1820, enfermo, endeudado, sin cobrar su sueldo, Belgrano pagó a su médico con un reloj. Aquel gesto, casi simbólico, refleja con crudeza la paradoja de un hombre que lo dio todo por su patria y no recibió ni lo mínimo a cambio.


Había comandado ejércitos, escrito constituciones, fundado escuelas, entregado su fortuna, y sin embargo moría olvidado, solo, traicionado por los mismos que él había intentado redimir. No tenía dinero, no tenía casa, no tenía reconocimiento. Solo le quedaba un reloj, y hasta eso entregó, como si su último acto de dignidad fuera pagar con el tiempo lo que la patria le negó en vida.


Murió el 20 de junio. Buenos Aires tuvo tres gobernadores ese día. Nadie lo lloró. Lo enterraron con una lápida hecha de la cómoda de su hermano. Dos peones bajaron el ataúd bajo una llovizna sorda. No hubo banderas, ni cañones, ni discursos. Solo el silencio de un país que le debía todo y no le dio nada.


Como dejó escrito: “Mucho me falta para ser un verdadero padre de la patria, me contentaría con ser un buen hijo de ella”.


Sus últimas palabras: “Espero que los buenos ciudadanos trabajen para remediar los males que afligen a la Patria”.


Hoy, cuando flamea la bandera, no deberíamos recordar al prócer de mármol.


Deberíamos preguntarnos qué haría Belgrano hoy frente a la desigualdad, el olvido de la educación y la corrupción del poder. ¿Qué pensaría al ver escuelas sin calefacción, maestros sin cobrar y niños sin libros?


Su ejemplo no debe ser solo una efeméride, sino un llamado a la acción: a exigir justicia, a construir escuelas, a honrar con hechos a quienes soñaron con un país libre y digno.


Porque si él sembró en las almas, nosotros tenemos el deber de hacer florecer esa semilla cada día.


Que su nombre no quede en la memoria pasiva: que sea inspiración activa. Que su nombre se pronuncie con compromiso, no solo con respeto.


Porque hay nombres que no deben tallarse en mármol, sino en el alma de un pueblo que no olvida.


Belgrano murió sin un peso, pero dejó una fortuna: la dignidad. Esa que aún nos reclama desde su tumba hecha de mueble. Y si hoy la patria tiembla, es porque él no está para sostenerla.




 
 
 

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