En las Malvinas no solo se congela el viento: se hiela la memoria. Y entre esas piedras frías y ese silencio que corta, hay huesos criollos que nadie nombra y ponchos que el viento no pudo arrancar.
Todos recuerdan a los héroes de 1982, y está bien. Pero antes de las trincheras, hubo fogones. Antes de las botas, hubo espuelas. Y antes de las cruces blancas en Darwin, hubo tumbas sin nombre, ocupadas por gauchos entrerrianos, santafesinos, cordobeses, correntinos y bonaerenses que cruzaron el mar chico buscando un destino grande. Y ahí quedaron.
Hasta 1833, las islas eran un proyecto argentino. Luis Vernet, designado comandante político y militar por el gobierno de Buenos Aires, buscaba poblar y desarrollar el archipiélago. Y lo hizo. Levantó corrales, casas, organizó la pesca, impuso leyes. No era una colonia inglesa ni una tierra de nadie. Era territorio argentino en plena construcción.
Los gauchos llegaron con ese sueño. Entre 1826 y 1831, en varias expediciones, Vernet trajo familias, peones, esclavos con promesa de libertad, y criollos dispuestos a meterle el pecho al viento austral. Algunos traían un facón al cinto, otros un santo colgado al pecho. Todos, una esperanza bajo el poncho.
Todo cambió el 3 de enero de 1833. Una corbeta británica desembarcó tropas y desalojó por la fuerza a la guarnición argentina. Sin tiros, pero con soberbia. El gobernador fue depuesto. El sueño fue cortado de cuajo. Y en su lugar, los ingleses pusieron administradores, comerciantes, empleados: Brisbane, Simón, y compañía. Algunos de ellos, curiosamente, habían trabajado antes con Vernet. Cambiaron de bandera como quien cambia de sombrero.
Ahí empezó el infierno criollo. A los gauchos que quedaron no les dieron voz ni voto. Les pagaban con bonos que solo servían en los almacenes de los patrones, como si la libertad consistiera en endeudarse con el patrón eterno. Dormían en galpones, trabajaban de sol a sol, y si protestaban, tenían que masticar la bronca.
No están en los actos escolares porque no murieron con uniforme, sino con el facón y la injusticia al cinto.
Antonio Rivero, entrerriano, dijo basta. Se alzó con ocho paisanos y el 26 de agosto de 1833 ejecutaron a los nuevos amos. No fueron contra el imperio, sino contra sus capataces. Lo que vino después fue represión. Rivero fue capturado, enviado a Londres, juzgado, liberado. Nadie sabe cómo murió. Pero su lanza quedó clavada en la historia.
Manuel Coronel, también entrerriano, eligió quedarse. Había llegado en 1826, combatido a cazadores furtivos, vivido en Puerto Luis, donde flameó la bandera argentina antes de que los ingleses mudaran todo a Puerto Stanley. Se casó con Carmelita, exesclava. Tuvieron un hijo. Manuel fue mediador entre ingleses y criollos. Murió en 1841. Está enterrado allá, donde el viento silba nombres que no salen en los libros.
En 1834, Charles Darwin visitó las islas y quedó deslumbrado por los gauchos que lo acompañaban. Escribió:
“Fue admirable ver la destreza con que Santiago logró situarse tras el animal, hasta que consiguió por fin darle el golpe fatal... luego cenamos ‘carne con cuero’, asada sobre la piel. Si hubiese estado con nosotros algún concejal, esa carne sería famosa en Londres.”
Darwin entendió lo que muchos no ven: la grandeza está en los que no tienen nada y siguen de pie.
Y estaban los otros. José María Arguello, correntino, llegó en 1853 con la segunda oleada, ya bajo dominio británico. Murió en Darwin en 1867. Celestino Zapata, entrerriano, llegó con su familia en 1855, fue abandonado por su patrón, murió de desnutrición. Su única posesión: un poncho.
Dicen que Celestino miraba el mar cada atardecer. Decía que si el viento venía del norte, traía olor a monte. Nunca volvió.
En el cementerio de Stanley descansan también Fermín Escalante, santafesino, y Félix García, patagónico. Los gauchos de la primera y segunda generación. Los que no escribieron la historia, pero la hicieron con las manos. Y cada uno de ellos dejó un vacío que no llenó ni el viento. Porque en Malvinas no solo quedaron soldados: también quedaron paisanos con la esperanza enterrada.
Sus huellas siguen ahí: corrales de piedra, rastros de fogones, senderos marcados a la cincha. Y también en los nombres. Porque aunque los mapas ahora hablen inglés, la toponimia criolla resiste como un yuyo bravo. Está, por ejemplo, “L’Antiojo Stream”, un arroyo que lleva un nombre nacido del habla de los gauchos. L’Antiojo, así, con “L” francesa y alma bien campera, es una deformación de “el anteojo”, vaya uno a saber por qué. Tal vez alguien perdió un catalejo, tal vez un paisano bizco guiaba la tropa. Pero el arroyo quedó bautizado para siempre con esa mezcla de criollo y humor del campo. Y hoy, sin querer, sigue diciendo: “Aquí pasaron los nuestros”.
Y aunque el mundo dio vuelta la cara, el gobierno argentino nunca dejó de reclamar lo que le arrebataron sin disparar, pero con soberbia. Y nosotros, mientras tanto, seguimos olvidando a los que se quedaron allá, sin pedir nada y sin volver jamás.
Uno se los imagina ahí, en ronda, con el mate frío, mirando el horizonte imposible.
—“La patria, paisano, no se grita. Se aguanta.”
Y tal vez esta noche, mientras el viento silba entre los matorrales bajos, algún caballo cimarrón se detenga, levante las orejas y escuche... porque en las islas todavía cabalgan los nuestros. Sin tumba, pero con historia.

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