La historia no siempre se escribe con espadas. A veces, se teje en las sombras, en los dobladillos de una pollera, en un susurro durante una tertulia o en una canasta de lavanderas. Y si alguien entendió el poder de la información antes que nadie en la guerra de la independencia, esa fue María Magdalena Dámasa Güemes de Tejada, conocida como Macacha Güemes, la hermana de Martín Miguel y la jefa de una de las redes de espionaje más eficaces del siglo XIX.
Macacha no solo fue la mano derecha del general Güemes, su consejera y su apoyo inquebrantable. También fue la cabeza de "Las Bomberas", un grupo de mujeres que no necesitaban rifles ni lanzas para hacer temblar a los realistas. Mientras los mariscales españoles jugaban a la guerra de manual con estrategias sacadas de libros europeos, Macacha y sus espías se infiltraban en sus reuniones, campamentos y casas, robando secretos con la facilidad con la que se roba una naranja en un mercado. Y lo hacían sin disparar un solo tiro, pero con una astucia que dejó en ridículo a más de un oficial condecorado.
No había rincón seguro para los realistas en Salta. En la pulpería, una anciana con su manta escuchaba más de lo que parecía; en la lavandería, una criada se llevaba más que la ropa sucia; en las tertulias de la alta sociedad, una dama dejaba caer su abanico en el momento justo para captar una conversación. Y cuando los españoles se daban cuenta de que estaban siendo espiados, ya era demasiado tarde. Los informes ya habían volado, cosidos en el dobladillo de una pollera, escondidos en un tronco hueco o escritos con tinta invisible en cartas de amor fingidas.
En cada emboscada, en cada retirada desesperada de los realistas, estaba la sombra de Las Bomberas. Oficiales españoles se arrancaban los cabellos preguntándose cómo diablos los gauchos de Güemes sabían cada uno de sus movimientos antes de que siquiera los ejecutaran. Alguno llegó a sospechar de espíritus o brujerías, porque la única alternativa era aceptar que los estaban derrotando con pura inteligencia criolla.
Pero Macacha no solo espiaba. También gobernaba. Mientras Martín Miguel combatía en los montes, ella dirigía la política salteña con mano firme y sin pestañear ante la aristocracia que la despreciaba por ser una mujer que no se quedaba callada. En 1813, durante la feroz Batalla de Salta, mientras los cañonazos retumbaban en Castañares, Macacha no solo organizaba la logística de los patriotas, sino que atendía a los heridos con una mano y con la otra enviaba mensajes cifrados. José de San Martín, que no se dejaba impresionar con facilidad, reconoció su labor públicamente.
En 1816, mientras Buenos Aires discutía la independencia en Tucumán, Macacha sostenía el poder en Salta, enfrentándose no solo a los realistas, sino a los oligarcas que conspiraban para derrocar a su hermano. Se ganó el apodo de "la ministra sin cartera" porque era quien realmente manejaba los hilos de la política local. En 1819, cuando Buenos Aires y el Norte estaban al borde de una guerra civil, ella logró que se firmara el Pacto de Cerrillos entre Güemes y Rondeau. Sin ella, los patriotas se habrían despedazado entre ellos antes de poder expulsar a los realistas.
Pero el peligro no vino de Lima ni de Madrid, sino de los salones coloniales. En junio de 1821, los traidores dentro de Salta, hastiados de ver a un caudillo criollo y su hermana controlar el poder, decidieron terminar con él. No tuvieron el coraje de enfrentarlo en el campo de batalla. Lo esperaron en su casa y lo balearon mientras dormía. Fue un golpe bajo, un asesinato cobarde. Macacha intentó salvarlo, lo llevó a la Cañada de la Horqueta, pero la herida era mortal. Diez días después, el 17 de junio, murió. Creyeron que con él terminaba todo.
Se equivocaron.
Macacha fue encarcelada junto con su madre, pero el pueblo no se quedó quieto. El 22 de septiembre de 1821, Salta estalló en la "Revolución de las Mujeres". Las calles se llenaron de revueltas, de gritos, de gauchos furiosos y amas de casa con las faldas recogidas dispuestas a armar un escándalo si no la liberaban. La aristocracia se asustó, el gobernador Cornejo salió huyendo y José Gorriti asumió el poder. Macacha quedó libre y sin una sola herida.
La guerra terminó, pero ella no se detuvo. Fundó en 1856 una de las primeras escuelas para niñas en Salta, convencida de que la educación era un arma más poderosa que cualquier sable. En 1863, creó la Sociedad de Beneficencia de Salta, ayudando a los pobres y a las mujeres que, como ella, se negaban a aceptar su destino sin pelear.
Murió en 1866, sin riquezas ni homenajes oficiales. No tuvo estatuas ni calles con su nombre. No la recordaron los historiadores de bronce que preferían hablar de generales con uniforme en vez de mujeres que hicieron posible la independencia desde las sombras.
Pero en cada batalla silenciosa, en cada conspiración descubierta, en cada emboscada donde los realistas cayeron sin saber cómo, estuvo la sombra de Macacha.
Y todavía está.

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