En cada ciudad, en cada pueblo, hay un cuartel de bomberos. Pequeños edificios con portones rojos que parecen dormidos hasta que, de pronto, la alarma sacude la quietud como un relámpago. Y entonces, el portón se abre con estruendo, el camión ruge y se lanza a la calle con su grito de guerra.
La gente se aparta. Algunos miran con curiosidad, otros con indiferencia, como si fuera parte del ruido habitual de la ciudad. Unos pocos hacen una pausa y piensan: “Alguien está en problemas”. Pero muy pocos se detienen a pensar en los que van dentro del camión. En esos hombres y mujeres que, sin preguntar nombres ni direcciones, corren hacia el peligro mientras el resto huye.
Ellos no son héroes de película con diálogos grandilocuentes ni poses ensayadas. No tienen trajes relucientes ni reciben sueldos de estrella de fútbol. Son bomberos. Y la mayoría, voluntarios. Gente que, en lugar de estar en sus casas con sus familias, pasa las noches en el cuartel, atentos al llamado. Mientras otros duermen abrazados al calor de la rutina, ellos están en alerta. No importa si es sábado o lunes, si es Navidad o Año Nuevo. Si suena la alarma, dejan lo que están haciendo, se calzan el uniforme y salen.
Y no importa lo que haya. Pueden ser llamas que devoran una casa, un auto aplastado con un conductor atrapado, un escape de gas que convierte una manzana entera en una bomba de tiempo. O algo más simple: un árbol caído en la tormenta, un nido de avispas en la ventana de una abuela que vive sola. Lo que sea. Porque ser bombero no es un trabajo, es un llamado.
La gente cree que ser bombero es apagar incendios. No. Ser bombero es estar cuando nadie más está. Es correr al peligro cuando el instinto dicta lo contrario. Es meterse en una casa en llamas sin saber si van a salir. Es sostener la mano de un herido y decirle que todo va a estar bien, aunque sepan que no es cierto.
No es raro que un bombero salga de un incendio con un niño en brazos y lágrimas en los ojos. No es raro que en una madrugada helada, después de horas de lucha contra el fuego, se queden sentados en el piso, agotados, mirando el humo que se lleva lo que pudo ser y no fue. No es raro que se pregunten en silencio: “¿Hicimos todo lo posible?”.
Y a pesar de todo, vuelven al cuartel. Se quitan el uniforme cubierto de hollín, lavan las mangueras, preparan los equipos. No hay tiempo para aplausos ni discursos. Saben que la próxima llamada puede llegar en cualquier momento. Y cuando llegue, volverán a salir.
No esperan homenajes ni reconocimientos. No los verás dando entrevistas, inflando el pecho de orgullo. No tienen bustos en plazas ni nombres en los libros de historia. Pero cuando la tragedia llega, son ellos los que aparecen.
Así que la próxima vez que veas uno de estos gigantes, hacé lo mínimo que podés hacer. Dale un corazón. Uno real o uno virtual, lo que tengas a mano. Pero dáselo. Porque si él arriesga la vida por vos, lo menos que podés hacer es reconocerlo.

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