top of page
  • Facebook
  • Instagram

Las Fortineras: las que hicieron patria entre la pólvora y el silencio

Foto del escritor: Roberto ArnaizRoberto Arnaiz

Desde antes de la Independencia, las mujeres sirvieron a la Patria sin pedir permiso. Basta con recordar a María Remedios del Valle, "la madre de la patria", que luchó junto a las tropas de Belgrano en el Alto Perú, fue herida varias veces en combate y hecha prisionera por los realistas. Su historia, como la de tantas otras, demuestra que el coraje femenino no empezó ni terminó en los fortines. Fueron guerreras, enfermeras, cocineras, cantineras, lavanderas, espías, infiltradas y madres. Algunas cruzaron el desierto detrás de los batallones, otras delante. Unas disfrazadas, con cartuchos en el vientre; otras, con el niño mamando en el trote del caballo. Y muchas, simplemente, porque no tenían a dónde más ir.


Y sin embargo, cuando los libros hablaron de guerras, de fortines y campañas, no las nombraron. La historiografía oficial, durante décadas, se centró en las figuras masculinas y los grandes próceres, dejando en la sombra a quienes no encajaban en ese molde. El sesgo de género, junto con una mirada centralista y europeizante, borró de un plumazo a estas mujeres que, sin uniforme ni medallas, también hicieron patria. El bronce las olvidó. Pero si uno agacha el oído en las tierras del sur bonaerense, entre Guaminí y el Azul, algo se escucha. Es la voz áspera de las Fortineras, mujeres que sostuvieron el rancho, el mate y el fusil con la misma mano.


Vinieron del fondo del país. De ranchos perdidos, de tolderías, de conventillos. Algunas acompañaban al marido, otras se unían al regimiento por coraje o necesidad. Eran gauchos con faldas, diría Alfredo Ebelot, aquel ingeniero militar francés, testigo directo de la vida en la frontera argentina, que sirvió como jefe de ingenieros del Ejército y dejó valiosas crónicas en su libro La Pampa. Costumbres Argentinas (1888), donde retrata con crudeza y admiración a estas mujeres extraordinarias.. Tenían los mismos defectos, pero también la misma lealtad, el mismo coraje y la misma dignidad.


Marchaban junto a la tropa. Llevaban niños mamando al galope, ollas colgando del recado, ropa, maletas, hasta peludos y nutrias domesticadas. Cuando había que mudar de caballo, desmontaban su ajuar con precisión milimétrica. Y cuando había que pelear, no se escondían detrás de la cocina. Iban al frente.


Vivieron en los fortines no por días ni meses, sino por décadas. Algunas llegaron en la década de 1840 y permanecieron hasta entrado el siglo XX. Mujeres como Domiciana Correa pasaron más de medio siglo en la línea de frontera. Eran parte del paisaje y de la rutina militar, presentes en cada traslado, en cada fogón y en cada combate. Algunas pasaron allí 10, 20, hasta más de 40 años. Criaban a sus hijos en esas tierras secas, entre chozas de juncos y fogones de bosta. Las más afortunadas tenían una choza de barro con pozo de agua. Las otras dormían donde podían. En invierno se tapaban con mantas de lana cruda y en verano se las comían los tábanos. Y aún así, aguantaban.


¿Y qué comían? Lo que había. Charqui, carne con cuero, tortas fritas, puchero ralo, pan duro. A veces, avestruz o liebre cazada. Cocinaban con leña si había, y si no, con bosta. Tomaban mate. Cuando había leche hacían queso fresco o una manteca áspera, sin sal. Si venía el comisario, alguna vendía tortas a los soldados o planchaba para los oficiales. Pero la mayoría, comía lo que cazaba o lo que racionaban. Y cuando no había, apretaban los dientes y seguían.


¿Quién recuerda que en 1874, según Ebelot, una mujer de artillería fue ascendida a subteniente en pleno campo de batalla? ¿O que, cuando se ocupó Guaminí y los soldados languidecían sin sus mujeres —no lavaban su ropa, se deprimían, desertaban—, un oficial ordenó traerlas? Las recibió con una arenga que debería estar grabada en cada cuartel:


—“Muchachas, no permitan que los indios se lleven la caballada. ¡Faldas abajo y a vestirse de reclutas!”


Y así lo hicieron. Se calzaron la bombacha y la chaquetilla azul, ocultaron las trenzas bajo el kepí, y cuando el malón apareció en el horizonte, pelearon como veteranas curtidas, cuchillo en mano. Los soldados, mientras sostenían el fusil, lanzaban chistes sobre las formas femeninas que por un instante se adivinaban bajo el uniforme improvisado. Pero no fue una comedia: fue un combate. Y lo ganaron. Los indios supieron un año después, al ser capturados, que ese día pelearon contra mujeres. Y se quedaron mudos.


¿Y qué decir de la mujer que había acompañado al Chacho Peñaloza, según Ebelot? Horrible de fealdad y gloriosa en valentía, cruzó las líneas disfrazada de embarazada, con un vientre de hojalata lleno de municiones. “Ya me daba por degollada —decía—, pero nunca me hubiera consolado de que me quitaran los cartuchos.” Y no se los quitaron. Llegaron. Y el Chacho siguió peleando.


Tampoco olvidemos a la madre recién parida que, al día siguiente del parto, partió desde Choele Choel con su bebé en brazos y viajó doscientas leguas hasta Bahía Blanca para reunirse con su marido. En invierno. A campo traviesa. Durmiendo al raso. Sin quejarse. Llegó viva. El hijo también. Porque esa cuna era el cuerpo de su madre.


Y otras tantas: Mamá Carmen, la negra brava, no solo fue la que en plena amenaza organizaba a las mujeres con temple de sargento. Fue también la madre de quince hijos. Los quince murieron en la línea de frontera. Todos. Y aun así, no se quebró. Siguó ahí, curando heridos, cebando mate, marchando con la tropa como si la vida fuera eso: dar todo, hasta lo más irreparable, sin pedir nada a cambio. La respetaban más que a muchos oficiales. Era bravía, era madre, era historia viva… y olvidada.


También estaban Domiciana Correa, que parió 19 hijos, crió otros 10 y vivió 103 años; Isabel Medina, capitán por valor; Mamá Culepina, la araucana con sable; Viviana Calderón, nieta de cacique, que vivió años en Azul; La Pasto Verde, que combatió en la Guerra del Paraguay y ayudó a fundar Carhué, Puán y Trenque Lauquen.


Algunas eran esposas. Otras, amantes. Muchas, madres. Algunas, prostitutas. Pero todas, fundadoras silenciosas de la patria real, la que se construyó con barro, fogones de bosta y cuchillos en la cintura.


Y cuando todo terminó, cuando ya no hubo malones ni pagas ni uniformes, las Fortineras quedaron olvidadas. Hubo apenas algunos intentos aislados de reconocerlas en la literatura costumbrista o en la historia oral que sobrevive en los pueblos del interior. Pero en los registros oficiales y en los libros escolares, su presencia sigue siendo una deuda. No hay monumentos ni feriados, apenas alguna calle perdida en un barrio periférico. Y sin embargo, su memoria persiste en la tierra que pisaron y en las historias que las nietas de las nietas siguen contando. Algunas recibieron un lote. Otras, ni eso. Muchas murieron sin nombre, pero con la historia entera en el cuerpo.


Por eso escribo esto. Porque la historia oficial les debe. Porque no se puede construir futuro con una historia sorda. Y porque, algún día, alguien pasará por un pueblo fundado junto a un fortín, verá una calle sin nombre y preguntará:


Una niña con guardapolvo blanco, en un acto escolar,  señalará un cartel oxidado junto al fortín y dirá en voz alta:


—¿Quién fue esta mujer??


Y entonces, tal vez, el viento conteste:


Y quizá, solo quizá, ha llegado el momento de darles el lugar que merecen.


—Una Fortinera. De las que pelearon por todo y no pidieron nada.





 

 
 
 

Comentarios


¿Queres ser el primero en enterarte de los nuevos lanzamientos y promociones?

Serás el primero en enterarte de los lanzamientos

© 2035 Creado por Ignacio Arnaiz

bottom of page