La Semana Santa en la tierra del Quijote
- Roberto Arnaiz
- hace 5 días
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"El que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, no debe quejarse si se le pasa." — Miguel de Cervantes
Entre la solemnidad de Cuenca y la calidez de Valera, una crónica íntima de fe, silencio y encuentro.
Hay vivencias que no se planean, pero nos eligen. Como si el alma tuviera citas secretas con lo sagrado. Así me encontró la Semana Santa en la tierra del Quijote.
Nunca había vivido la Semana Santa en España. Sabía de su existencia como se saben las cosas que arrastran siglos: las procesiones, el incienso que lo envuelve todo, los pasos pesados, las imágenes que se abren camino en la noche como faros de otro mundo.
Había leído, había escuchado. Pero una cosa es mirar desde lejos y otra muy distinta es dejarse atravesar.
En Cuenca, la Semana Santa no se celebra: se encarna. Se mete bajo la piel y te sacude por dentro. Se convierte en un temblor que no sabías que llevabas adentro.
La ciudad, ya de por sí un capricho de piedra encaramado al abismo, se transforma.
Cada calle se vuelve oración. Cada piedra, un eco. Cada sombra, un presentimiento.
Y entonces llegan ellos, los penitentes. Marchan lentos, envueltos en un silencio que duele. No hay espectáculo: hay fe. No hay decorado: hay alma.
Las imágenes sagradas, talladas con manos que parecían conocer el sufrimiento, flotan en la penumbra como presencias vivas.
Y los tambores. ¡Los tambores! No suenan: laten. Son el pulso compartido de una ciudad que, por unos días, recuerda que es frágil, mortal, creyente.
Cuenca conoce esta emoción desde hace siglos. Ya en 1482, según antiguos documentos, se celebraba una misa especial frente al convento franciscano para rogar por las tropas cristianas que combatían en Granada. Aquel primer gesto —un recorrido breve, apenas una cuadra— fue la semilla de algo inmenso.
Pero sería en 1565 cuando la ciudad viviría la primera gran procesión oficial del Santo Entierro del Viernes Santo.
Aquel cortejo salía de la iglesia del Salvador hasta la catedral, con las imágenes de la Virgen de la Soledad y el Cristo Yacente recorriendo las calles con la solemnidad de lo eterno.
Desde entonces, la Semana Santa forma parte del alma conquense.
Ni el paso del tiempo. Ni las guerras. Ni la modernidad han podido romper ese hilo tenso que la une con lo sagrado.
Entre el murmullo de rezos y el aroma a incienso que impregna el aire, se teje una narrativa que no necesita palabras. Habla de sacrificio y redención. De caída y esperanza.
Cada paso es una plegaria. Cada esquina, una estación del alma.
Los balcones se abren como altares improvisados. Los rostros se asoman, serios, encendidos, profundamente conmovidos. Son testigos de una tradición que se renueva sin agotarse. Que vuelve cada año con la misma intensidad con la que llegó la primera vez.
En el corazón de esta celebración, las cofradías avanzan con paso solemne.
No caminan: peregrinan.
Custodian íconos que evocan la pasión y la muerte de Cristo, reliquias que no sólo arrastran historia, sino memoria viva.
Los capirotes blancos atraviesan la noche como lanzas de luz.
Símbolos de pureza. De sacrificio. De entrega absoluta.
No se trata de ver. Se trata de sentir. De ser parte.
En cada detalle se percibe el legado de generaciones que se han negado a dejar morir esta manifestación de religiosidad popular.
Las estatuas, heredadas de viejos maestros que moldearon la madera con fe y con lágrimas, transmiten una belleza austera, una hondura que desarma. No son imágenes: son cuerpos dolientes, vivos, intensos.
Cada gesto. Cada mirada. Cada susurro… Un eco ritual que nunca pierde fuerza.
La Semana Santa de Cuenca no es solo una celebración: es un puente entre lo humano y lo divino. Un acto que se escribe sobre piedras centenarias y sobre corazones encendidos.
Pero no fue sólo Cuenca la que me ofreció este descenso al alma.
También estuve en la ciudad de Valera, donde todo se vive con otro pulso: más íntimo, más familiar, más cercano.
Si en Cuenca todo transcurre bajo la solemnidad de la piedra y la eternidad del rito, en Valera la devoción se respira en el calor de los hogares, en las cocinas, en los patios, en los gestos pequeños que no buscan mostrarse, pero que dicen mucho.
Allí la fe no se grita: se murmura.
Se encuentra en los saludos entre vecinos, en las miradas que se cruzan en la iglesia, en ese recogimiento sereno que une sin necesidad de palabras.
Los santos también recorren las calles. Las cofradías marchan con la misma solemnidad sincera. El incienso sube. Las campanas llaman. Y la emoción es real.
Vi nazarenos llorando mientras llevaban las imágenes, como si en sus hombros no cargaran solo madera, sino siglos de fe, memoria y esperanza. Vi madres con sus hijos en brazos. Vi a los mayores persignarse con la lentitud de los años. Vi a los jóvenes acompañar con respeto. Vi, sobre todo, una comunidad entera abriendo de par en par su intimidad más sagrada. Y, en nuestro caso, también las puertas de su casa.
Fuimos invitados por la familia de la novia de mi hijo. Una de esas invitaciones que llevan consigo el peso simbólico de los comienzos, de los vínculos que se entrelazan.
Después de la procesión, nos abrieron su hogar para compartir una cena.
Y no fue una cena cualquiera: fue una celebración de la tradición, de la gastronomía y del encuentro.
Nos ofrecieron con generosidad todas las exquisiteces y platos típicos españoles, preparados con ese esmero que sólo nace del cariño.
Al principio hubo presentaciones formales, alguna sonrisa nerviosa, cierta cautela. Como ocurre cuando dos familias se encuentran por primera vez por el amor entre dos de sus miembros.
Pero pronto, la mesa, el vino, las historias y las miradas sinceras hicieron su trabajo.
Y aquella reunión se transformó en un momento inolvidable: ameno, entretenido, lleno de amor, de comprensión y de humanidad.
Una noche en la que no sólo compartimos pan, sino también afecto. Fue el nacimiento de algo más profundo que una visita: el comienzo de una familia nueva.
Comprendí entonces que la Semana Santa no se mide por la magnitud de sus pasos ni por el número de asistentes.
Se mide por la intensidad con que se vive.
Cuenca me mostró la grandeza de una ciudad que se rinde a lo sagrado con toda su fuerza. Valera me enseñó la verdad silenciosa de los pueblos que creen sin necesidad de aplausos. Una fe quieta, pero firme. Una devoción que no tiene luces, pero sí profundidad.
Y en ese andar compartido, entre cirios y tambores, entre miradas que no se conocen pero se reconocen, uno entiende que hay misterios que no piden explicaciones.
Sólo silencio y entrega.
Y al final, en ambas, hallé lo mismo.
Un pueblo arrodillado no ante el pasado, sino ante el misterio y la esperanza. Una comunidad que se reconoce frágil, pero invencible cuando se une.
En Cuenca, la piedra susurra oraciones. En Valera, el alma se inclina.
Pero en ambas, se enciende la certeza de que, incluso en la oscuridad más profunda, la luz de la ilusión y la renovación encuentra siempre su camino.
Así, entre la sobriedad de las procesiones, los cánticos que se elevan al cielo y los silencios que hablan más que las palabras, la Semana Santa en la tierra del Quijote perdura como un testimonio vivo.
Un legado que no se puede medir ni con metros ni con años, porque pertenece a otra dimensión: la del alma.
Cada año, en cada rincón, la fe se despierta. Y el mundo, al menos por un instante, vuelve a latir con un sentido profundo. Con un sentido verdadero.
Como si el alma de Alonso Quijano, redimida por la fe, caminara aún entre los tambores y el incienso de su tierra.
Como si, en cada paso, el Quijote rezara.
Si alguna vez tenés la dicha de estar en Cuenca o Valera en Semana Santa, no busques una postal. Detenete. Escuchá. Porque en sus calles, lo sagrado no se representa: se vive.

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