Dos naciones. Dos banderas. Dos conquistas que se parecen más de lo que quisiéramos. La de los Estados Unidos al oeste. La de la Argentina al sur. Una avanzó con carretas y rifles, la otra con fortines y mates. Lo demás es geografía. La historia tiene esa maña de embellecer los crímenes con palabras elegantes. Llaman "conquista del Oeste" a lo que fue, en verdad, una avanzada militar, económica y cultural sobre los pueblos originarios de América del Norte.
Y a este lado del continente, no fue solo la "Campaña del Desierto". Fue un proceso mucho más largo, que comenzó desde la misma independencia. Desde el primer fortín en la frontera, hasta la última lanza enterrada en la Patagonia, la Argentina avanzó como una marea lenta y cargada de fusiles.
Entre la Winchester norteamericana y la Remington criolla, no hay mucha diferencia. Solo cambia el nombre del río, la bandera que flamea… y el idioma del parte de guerra. Los pioneros norteamericanos iban con Biblias, rifles y carretas. Los nuestros, con Remington, mate amargo y una idea fija: convertir la pampa en campo arado. Allá se fundaban pueblos cuando una tribu era aniquilada; acá, cuando una toldería era barrida del mapa. En ambos casos, lo que estorbaba era la diversidad. La diferencia. La lengua distinta. El modo de vivir sin alambrados.
El avance en Argentina fue paso a paso. Primero las milicias, después la línea de fortines, luego la Zanja de Alsina, como una cicatriz que dividía el país en dos: civilización y barbarie. De un lado, las estancias; del otro, la pampa libre.
Hasta que Roca lo resolvió a sangre y fuego, con el aval explícito del Estado argentino, que organizó una campaña militar con apoyo logístico, presupuestario y diplomático, buscando 'pacificar' la región, es decir, desalojarla de quienes la habitaban desde siglos antes.
Pero antes, fueron décadas de escaramuzas, tratados rotos y malones que iban y venían. Lo mismo allá, en el norte, con los tratados firmados con pluma y rotos con pólvora.
Allá, las tribus eran arrinconadas en reservas. Acá, los sobrevivientes eran repartidos como sirvientes, confinados, o enviados como prisioneros. Y si se negaban a ser “civilizados”, los hacían desaparecer. Algunos de los nuestros fueron hasta exhibidos en zoológicos humanos en Buenos Aires y París. Literal. En jaulas. Como piezas de museo.
¿Y las mujeres? También combatieron. En el Oeste norteamericano, muchas mujeres indígenas murieron defendiendo a sus hijos, a sus tierras. Y no solo ellas: miles de mujeres blancas acompañaron a los colonos hacia el oeste, criando hijos en carretas, defendiendo las chozas, cocinando al aire libre, y trabajando codo a codo en la construcción de los nuevos asentamientos. Algunas se volvieron íconos del coraje pionero, y otras, silenciosas, quedaron entre los huesos y las cruces de madera sin nombre.
En la Patagonia, las Fortineras caminaron leguas detrás del Ejército, curaron, parieron, pelearon. Y en los toldos, las mujeres mapuches, tehuelches, pampas o ranqueles tejieron la resistencia mientras cargaban al hijo y al arco. Mujeres que hacían patria sin saberlo, o tal vez sabiéndo demasiado.
Las religiones también hicieron su parte. En Estados Unidos, el protestantismo empujó la idea del “Destino Manifiesto”: Dios les había dado la misión de expandirse de costa a costa. Era el mandato sagrado del fusil y el arado. Lo que buscaban los estadounidenses era tierra, oro, oportunidades, libertad religiosa y una nueva vida, aunque eso implicara pasar por encima de otras.
En Argentina, el catolicismo bendijo las balas, justificó la conquista como una cruzada civilizadora y permitió que se llamara “salvaje” al que no rezaba en latín. Lo que se buscaba era ampliar la frontera agrícola, consolidar el Estado, asegurar los territorios y poblarlos con inmigrantes europeos. La misión no era divina, pero sí política, económica y profundamente ideológica: había que borrar al indio para que naciera la nación moderna.
Pero acá hubo otro detalle. Otro nombre. Calfucurá. El gran jefe mapuche que dominó la pampa durante décadas. No fue un cacique cualquiera. Fue diplomático, estratega, defensor de su pueblo. Fundó una confederación, construyó alianzas, firmó tratados, y demostró que el sur también tenía estrategia, diplomacia y una idea de nación. Mientras en Norteamérica Toro Sentado resistía con lo que tenía, Calfucurá escribía cartas, negociaba y cuando hacía falta, peleaba. Lo llamaban bárbaro, pero sus enemigos temblaban cuando su lanza brillaba en el horizonte. Y su sombra sigue cabalgando en los médanos.
Ambas conquistas tuvieron excusas parecidas: la seguridad, el progreso, la propiedad privada. Los Estados, en ambos casos, jugaron su parte: promovieron leyes de tierras, pagaron expediciones, ofrecieron incentivos. Las consecuencias, hoy, siguen latiendo. En el norte, las reservas indígenas son bolsas de pobreza. En el sur, los pueblos originarios siguen luchando por el reconocimiento de sus derechos, en medio de prejuicios, represión y promesas incumplidas.
En Estados Unidos, el cine, la literatura y los cómics hicieron del cowboy un ícono nacional: rudo, libre, justiciero. Su figura encarnaba el espíritu de expansión, de frontera abierta. En Argentina, el gaucho —jinete hábil, centinela de la llanura, rebelde por naturaleza— fue lentamente transformado en pieza de museo, despojado de su carácter subversivo y convertido en postal turística. Mientras el cowboy fue exaltado como pionero, el gaucho fue reeducado por la pluma de Sarmiento, disciplinado por el Ejército y desplazado por la lógica del alambrado y la propiedad.
Y el indígena, en ambos casos, quedó relegado a un papel decorativo y estigmatizado. En el norte, convertido en enemigo del progreso; en el sur, reducido a silueta de malón en alguna zamba escolar. Donde hubo lanza, pusimos silencio.
La conquista del Oeste moldeó un mito de libertad individual, del pionero que abría camino a fuerza de voluntad y rifle. En Argentina, el gaucho —que también fue arriero, soldado y rebelde— fue acorralado por la lógica del orden liberal, asociado al desorden y luego transformado en figura pintoresca, vaciada de su lucha. El cowboy representó el avance triunfal; el gaucho, la resistencia doblegada. Uno fue estampado en billetes; el otro, relegado a algún souvenir de feria provincial. Se borraron lenguas, rituales, genealogías. Y se sembró trigo sobre los huesos.
Y mientras tanto, el viento sigue soplando sobre las pampas y las praderas, sobre los huesos callados de los que nadie quiso escuchar. Porque al final, la conquista fue la misma: una guerra contra los que estorbaban. Contra los que vivían distinto. Contra los que no encajaban en la postal del futuro blanco y ordenado.
Y cuando el polvo lo dice todo, solo hay que tener el coraje de agacharse y oír. Porque bajo la tierra que hoy aramos… hay voces que no se callan. Y quizás el futuro se construya cuando empecemos a escuchar esas voces… en vez de seguir enterrándolas.

Commentaires