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Elpidio González: el hombre que encarnó la dignidad y amó a la Patria sin pedir nada a cambio

Foto del escritor: Roberto ArnaizRoberto Arnaiz

Hay políticos que te venden promesas. Otros, que se venden a sí mismos. Y después está Elpidio González, el tipo que te vendía ballenitas para el cuello de la camisa y te daba, sin saberlo, una lección de dignidad.


Sí, lo leíste bien. Exvicepresidente de la Nación Argentina, y vendedor ambulante.

Imaginate la escena: un hombre de traje modesto, la mirada limpia, ofreciendo ballenitas en oficinas grises donde ya nadie sabe para qué sirven. Algunos lo miraban raro. Otros bajaban la vista con vergüenza. Él no. Él seguía de pie. Como un Quijote sin lanza, enfrentando no molinos, sino secretarias que no lo dejaban pasar y recepcionistas que preguntaban si tenía turno.


Hoy, cualquier funcionario de tercera que pisa la Casa Rosada termina con chofer, oficina con aire, viáticos para congresos que no entiende y una jubilación de privilegio que firmó sin leer. Elpidio fue lo opuesto. Terminó su mandato como vicepresidente, colgó el saco, y salió a caminar con una caja bajo el brazo, vendiendo dignidad a cambio de casi nada. Sin cámaras. Sin discurso. Sin quejarse.


Y no fue por falta de oportunidades. Le ofrecieron una pensión vitalicia. La rechazó. Le acercaron cargos decorativos, embajadas, asesorías que no asesoran a nadie. También las rechazó. —“Yo ya cobré mi sueldo cuando trabajé. El que quiere vivir del Estado, que siga trabajando por el Estado”, dicen que dijo. Y si no lo dijo, debió haberlo dicho. Porque su vida entera gritó eso.


Vivía en una pieza alquilada. Viajaba en tranvía. Comía lo justo. Nunca fue tapa de revista ni socio de bancos. Había sido Ministro del Interior, Intendente de Buenos Aires, Vicepresidente de la Nación. Y no le quedó ni un terreno. Lo único que conservó fue su nombre sin manchas.

Murió pobre. Pero dejó una herencia inmensa. La de demostrar que se puede tener poder y no robar. Que se puede pasar por la política sin quedarse pegado a la mugre. Que se puede salir del despacho más alto y terminar vendiendo ballenitas... sin bajar la cabeza.


Hoy se llenan la boca con ética, con transparencia, con república. Palabras que ya suenan huecas de tanto usarlas para encubrir lo contrario. Hay diputados que no pisan el recinto, senadores con chofer y asesores que no asesoran ni a sus propios hijos. Hay tipos que declaman austeridad mientras firman aumentos para ellos mismos. En ese circo, Elpidio sería un extraterrestre.


No dejó frases para el bronce. No fundó partidos. No repartió afiches con su cara. Pero dejó una vida que hoy incomoda. Porque no fue perfecta, pero fue limpia. Coherente. Entera. Sin doble fondo. Sin letra chica.

Y la próxima vez que escuches a un político hablar de sacrificio, pensá en Elpidio. El que fue vicepresidente y terminó vendiendo ballenitas. El que no pidió aplausos ni privilegios. El que se bajó del bronce y caminó derecho, aunque eso significara dormir sin calefacción.


Sí, tiene una calle con su nombre en Buenos Aires. Pero eso no alcanza. Su historia merece ser contada, enseñada, recordada. Porque fue ejemplo de algo que ya casi no se ve: la dignidad vivida hasta las últimas consecuencias.


Tal vez algún día lo pongamos en una escuela, en una moneda, en un mural. Aunque él jamás lo hubiese pedido.


Porque la verdadera grandeza no está en el cargo que ocupás. Está en cómo lo dejás.

Y eso, hermano, no se aprende en ninguna universidad.




 
 
 

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