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El primer Gran Premio de Carretera Argentino

Foto del escritor: Roberto ArnaizRoberto Arnaiz

 El primer Gran Premio de Carretera argentino fue una aventura insólita, un desafío donde se mezclaron la valentía, la imprudencia y un puñado de hombres dispuestos a vencer lo imposible. Era marzo de 1910, un tiempo en que Argentina celebraba con orgullo el centenario de su independencia.


En el mundo, el automovilismo comenzaba a despegar como deporte. Europa ya había visto las primeras carreras de resistencia en Francia, mientras en Estados Unidos la famosa Vanderbilt Cup atraía a los pioneros del volante. Sin embargo, en Argentina, los automóviles seguían siendo una excentricidad, un lujo reservado para los más adinerados.


Los automóviles eran todavía juguetes caprichosos, máquinas de fierro y ruido que espantaban caballos y alteraban las calles apacibles de Buenos Aires. La sociedad porteña miraba fascinada pero también desconfiada a aquellos hombres que, vestidos con gafas, gorras y enormes abrigos, intentaban domar esas bestias mecánicas. En ese año se importaban apenas 129 automóviles en todo el país, verdaderos símbolos de modernidad y lujo.


La inscripción a esta osada carrera costaba 100 pesos, suma considerable para aquellos tiempos, especialmente si se considera que el país estaba aún acostumbrado al paso lento de carretas y diligencias. La competencia, promovida por el Automóvil Club Argentino, tenía como objetivo demostrar la viabilidad del automóvil en terrenos hostiles y fomentar su uso en un país de distancias interminables.


La mañana del 24 de marzo amaneció con una neblina espesa, como si el mismo cielo quisiera echarle un velo a aquella locura de hombres empecinados en desafiar a la naturaleza. Buenos Aires despertaba perezosa y húmeda, mientras en la puerta del Automóvil Club Argentino el francés Víctor Laborde discutía a los gritos con su compatriota Juan Cassoulet, un experimentado aventurero oriundo de Toulouse, que había llegado a Argentina fascinado por los desafíos que prometía el Nuevo Mundo:


—¡Te digo que estos caminos son infernales, Cassoulet! ¡No es lo mismo ir en bicicleta por París que cruzar medio país en automóvil! —vociferaba Laborde agitando las manos.

—¿Y acaso no vinimos para hacer historia, Laborde? —respondió Cassoulet, con una sonrisa audaz—. O nos cubrimos de gloria o nos cubre el barro.


La carrera había despertado la curiosidad de toda Buenos Aires. Nueve intrépidos pilotos, cada uno con al menos un acompañante, aguardaban ansiosos frente al Automóvil Club. Finalmente, fueron solo siete los que arrancaron a las 5:30 de aquella madrugada, intervalos de diez minutos separándolos como latidos de un corazón acelerado. La primera etapa se disputaría hasta Rosario, y la segunda, desde allí hasta Córdoba.


Los vehículos eran máquinas rudimentarias para nuestros días, importados desde Europa y Estados Unidos. Cassoulet, francés afincado en Argentina, conducía un De Dion Bouton francés. Andrés Castro, argentino de nacimiento, manejaba un Panhard & Levassor también francés. Víctor Laborde, francés radicado en Buenos Aires, un elegante Delaunay Belleville francés. Benjamín Odell, argentino descendiente de ingleses, un modesto Ford 20 HP de fabricación estadounidense.


Cabe destacar que en aquellos años, los vehículos tenían el volante a la derecha, siguiendo la tradición europea. No fue hasta 1945 que Argentina adoptó el volante a la izquierda, estandarizándolo para la circulación por la derecha.


El recorrido no era para débiles. Caminos de tierra, huellas borrosas, puentes improvisados y poblados distantes hacían que cada kilómetro fuera una batalla contra la naturaleza y la mecánica. Se dependía de la pericia del piloto, pero también de la resistencia del copiloto, que debía descender constantemente para verificar rutas, limpiar bujías y empujar cuando el barro atrapaba las ruedas.


Apenas iniciado el desafío, cuatro pilotos —Odell, Almada, López y Marín— equivocaron la ruta y acabaron en Campo de Mayo, entre gritos y recriminaciones:

—¡Por acá no es, Odell! ¿No viste la señal? —gritaba Almada desesperado.

—¡Yo seguí la huella, hombre! ¡Maldito camino argentino! —respondía Odell con frustración, mientras la lluvia empezaba a castigarles con furia, convirtiendo la ruta en un lodazal interminable.


Cassoulet y Laborde, en tanto, avanzaban como espectros motorizados entre la lluvia torrencial, las ruedas hundiéndose en el barro traicionero.

—¡Aquí no hay ni camino ni señal! —gritaba Cassoulet desde el volante, a la vez que Corvani y Almada, en medio del diluvio, bajaban del coche para marcar con ramas secas la dirección correcta.


Al llegar a Rosario, con los autos convertidos en masas de barro, Laborde increpó a los organizadores del ACA:

—¡Esto es una locura! ¡Exijo una suspensión!

Pero Cassoulet, siempre decidido, golpeó la mesa y sentenció:

—Señores, vinimos a correr, no a pasear. ¡Mañana seguimos, cueste lo que cueste!


El domingo 27, Andrés Castro ingresó a Córdoba primero, siendo confundido con un participante del carnaval debido al barro que lo cubría de pies a cabeza. Cassoulet no pudo completar ese día: rompió el cardan en Oliva y debió pernoctar allí. Finalmente, llegó a Córdoba el lunes 28 a las 8:55 de la mañana, 14 horas después de Castro. Laborde y Odell arribaron aún más tarde.


La llegada generó polémicas. Cassoulet, habiendo perdido 14 horas en Rosario debido a la intensa tormenta, reclamaba ser el legítimo ganador, aunque un periódico daba por vencedor a Laborde. El ACA debió reunirse con urgencia y finalmente declaró vencedor a Cassoulet, pues según el reglamento, se descontaba el tiempo de demora por razones climáticas o fuerza mayor.


Décadas después, Dante Emilliozzi haría aquel mismo recorrido en menos de cinco horas. Hoy, con caminos asfaltados y autos de alta velocidad, un recorrido similar puede completarse en poco más de tres horas. Sin embargo, aquella primera carrera dejó un recuerdo imperecedero. Fueron héroes sin medallas, domadores de fierros sobre caminos de polvo y barro. Se jugaron el pellejo por la gloria de llegar, con un motor rugiendo y el destino escrito en la próxima curva.



 
 
 

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